divendres, 29 de gener del 2010
El seminarista de los ojos negros
EL SEMINARISTA DE LOS OJOS NEGROS de MIGUEL RAMOS CARRIÓN
Allá en la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
a los seminaristas que van de paseo.
Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados, austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda roza casi el suelo.
Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo, airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre a su paso le deja el recuerdo
aquella mirada de los ojos negros.
Monótono y tarde va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y llegan las tardes plomizas de invierno
y la salmantina de rubios cabellos
desde la ventana del casucho viejo
ve todas las tardes pasar en silencio
a los seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a todos no,
ve tan solo a uno de ellos,
al seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa a la niña y pide aquel cuerpo
en vez de una sotana y marciales rezos.
Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirle: -¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, de pena, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende, olvida sus rezos,
y ya solo vive en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.
En una mañana hermosa de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oye tristes cantos y fúnebres rezos;
es que por la calle pasa un entierro.
Un seminarista sin duda traen muerto;
pues, entre cuatro, llevan a hombros su féretro,
y con la beta roja encima cubierto,
y sobre la beta, el bonete negro.
Con las voces roncas cantaban los clérigos,
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.
La niña los mira, al verlos
un temblor de angustia recorre su cuerpo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
y sólo faltaba entre todos ellos...
el seminarista de los ojos negros.
Pasaron los años, corrió mucho el tiempo...
y allá en la ventana de un casucho viejo,
siempre sola y triste rezando y cosiendo
una pobre anciana de blanco cabello,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
ve todas las tardes pasar en silencio
a los seminaristas que van de paseo.
La labor suspende, les mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.
Vieja, ya sola y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...
Allá en la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
a los seminaristas que van de paseo.
Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados, austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda roza casi el suelo.
Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo, airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre a su paso le deja el recuerdo
aquella mirada de los ojos negros.
Monótono y tarde va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y llegan las tardes plomizas de invierno
y la salmantina de rubios cabellos
desde la ventana del casucho viejo
ve todas las tardes pasar en silencio
a los seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a todos no,
ve tan solo a uno de ellos,
al seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa a la niña y pide aquel cuerpo
en vez de una sotana y marciales rezos.
Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirle: -¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, de pena, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende, olvida sus rezos,
y ya solo vive en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.
En una mañana hermosa de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oye tristes cantos y fúnebres rezos;
es que por la calle pasa un entierro.
Un seminarista sin duda traen muerto;
pues, entre cuatro, llevan a hombros su féretro,
y con la beta roja encima cubierto,
y sobre la beta, el bonete negro.
Con las voces roncas cantaban los clérigos,
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.
La niña los mira, al verlos
un temblor de angustia recorre su cuerpo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
y sólo faltaba entre todos ellos...
el seminarista de los ojos negros.
Pasaron los años, corrió mucho el tiempo...
y allá en la ventana de un casucho viejo,
siempre sola y triste rezando y cosiendo
una pobre anciana de blanco cabello,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
ve todas las tardes pasar en silencio
a los seminaristas que van de paseo.
La labor suspende, les mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.
Vieja, ya sola y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...
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